Esta es la carta que he hecho llegar al comité deportivo de la liga:
Mi nombre, tal y como indica este correo, es Antonio Larrey y juego con el número 5 en Así Somos. El domingo 11 de noviembre fui expulsado por doble amonestación por el árbitro (desconozco su nombre). Y dado que él (el árbitro) tiene un acta y no solo actua como un Dios en el campo (él decide, él manda) sino que habrá puesto en dicha acta lo que considere oportuno, yo busco en este escrito el derecho a la réplica.
En primer lugar quisiera hacerles saber, por si no lo saben ya, que visto lo visto el elemento más discordante, más macarra y peligroso de todos los que se posicionan domigo a domingo en su campo de fútbol es este árbitro. Arrogante, prepotente, déspota y desconsiderado. La mayoría de los que jugamos en estos equipos hemos sobrepasado la treintena y no tenemos, ni queremos, porque soportar este tipo de actitudes que son amisibles, tal vez, en una liga de niños. Pero no cuando el juego se desarrolla entre adultos.
De todos modos, en pos de una mayor concordia y sabiendo todos ya como es este árbitro (es vox pópuli entre todos los equipos) intentamos no abrir la boca durante el partido. Pero igual que le hicimos saber al comenzar (idea que le pareció igual de despreciable que cualquier otra que se le propusiera y que zanjó con un usted juegue que yo sé lo que tengo que hacer) no somos profesionales, no entrenamos diariamente, no nos paga un club y por tanto de vez en cuando cuestionamos las decisiones del árbitro, nos llevamos las manos a la cabeza y gestos por el estilo, que debidamente contextuados (un terreno de juego) son normales y admisibles. El caso es que en el partido de ayer, que se jugó con toda la nobleza que se espera por parte de todos, hubo un momento de ligera tensión cuando un jugador del equipo contrario golpeó intencionadamente con el balón en la cabeza a un jugador tirado en el suelo después de que el árbitro pitara la falta. Recriminamos su actitud y el árbitro dijo que no había habido mala intención. Era evidente que no era así y se lo hice saber (educadamente) y me gritó que me tranquilizara. Yo, sin gritarle, le dije que no, que no me tranquilizaba porque a mi compañero le habían dado un balonazo en la cara, a lo que espetó a gritos que o me tranquilizaba yo o me tranquilizaba él. Esta vez tuve paciencia, pero esta simple respuesta hubiera bastanto en otros ámbitos para que aquello acabara como el rosario de la aurora. Seguimos jugando y volvió a ocurrir algo parecido, le protesté, en la distancia, sin personalizar, con una frase inócua, una decisión y me sacó la tarjeta amarilla. A mi me pareció una decisión acertada, porque lo hizo con arrogancia y soberbia pero era su trabajo: sancionar a un jugador. Y se lo dije con una frase que pudo no ser apropiada: muy bien, eso es lo que tienes que hacer, pitar y callar. Como no era apropiada, me sacó otra tarjeta amarilla. Puedo no considerarlo justo, pero es el árbitro y como tal lo respeto, así que sin hacer gesto alguno, ni palabra alguna, abandoné el campo.
Una vez finalizado el partido me acerqué al árbitro en un gesto, que dada su respuesta (¿qué te crees, que te tengo miedo?) debió considerar intimidatorio, le exigí que no me faltara al respeto, que no se lo iba a tolerar, ni a él ni a nadie, que nos íbamos a ver durante toda una liga y que lo único que tenía que hacer era no faltarme al respeto. Su respuesta fue que iba a hacerme un acta que me iba a cagar. Todo esto a gritos y en una actitud barriobajera intolerable.
No tengo la más mínima intención de recurrir la posible sanción, entre otras cosas porque desconozco en qué clase de código deportivo se exige el pago de una fianza para recurrir una decisión deportiva. Y tampoco tengo el más mínimo atisvo de arrepentimiento. Mantengo todo lo que digo y eso implica que no toleraré una sola falta de respeto por parte de este endiosado tipejo del silbato. Mi dignidad está muy por encima de un absurdo resultado.
Mi nombre, tal y como indica este correo, es Antonio Larrey y juego con el número 5 en Así Somos. El domingo 11 de noviembre fui expulsado por doble amonestación por el árbitro (desconozco su nombre). Y dado que él (el árbitro) tiene un acta y no solo actua como un Dios en el campo (él decide, él manda) sino que habrá puesto en dicha acta lo que considere oportuno, yo busco en este escrito el derecho a la réplica.
En primer lugar quisiera hacerles saber, por si no lo saben ya, que visto lo visto el elemento más discordante, más macarra y peligroso de todos los que se posicionan domigo a domingo en su campo de fútbol es este árbitro. Arrogante, prepotente, déspota y desconsiderado. La mayoría de los que jugamos en estos equipos hemos sobrepasado la treintena y no tenemos, ni queremos, porque soportar este tipo de actitudes que son amisibles, tal vez, en una liga de niños. Pero no cuando el juego se desarrolla entre adultos.
De todos modos, en pos de una mayor concordia y sabiendo todos ya como es este árbitro (es vox pópuli entre todos los equipos) intentamos no abrir la boca durante el partido. Pero igual que le hicimos saber al comenzar (idea que le pareció igual de despreciable que cualquier otra que se le propusiera y que zanjó con un usted juegue que yo sé lo que tengo que hacer) no somos profesionales, no entrenamos diariamente, no nos paga un club y por tanto de vez en cuando cuestionamos las decisiones del árbitro, nos llevamos las manos a la cabeza y gestos por el estilo, que debidamente contextuados (un terreno de juego) son normales y admisibles. El caso es que en el partido de ayer, que se jugó con toda la nobleza que se espera por parte de todos, hubo un momento de ligera tensión cuando un jugador del equipo contrario golpeó intencionadamente con el balón en la cabeza a un jugador tirado en el suelo después de que el árbitro pitara la falta. Recriminamos su actitud y el árbitro dijo que no había habido mala intención. Era evidente que no era así y se lo hice saber (educadamente) y me gritó que me tranquilizara. Yo, sin gritarle, le dije que no, que no me tranquilizaba porque a mi compañero le habían dado un balonazo en la cara, a lo que espetó a gritos que o me tranquilizaba yo o me tranquilizaba él. Esta vez tuve paciencia, pero esta simple respuesta hubiera bastanto en otros ámbitos para que aquello acabara como el rosario de la aurora. Seguimos jugando y volvió a ocurrir algo parecido, le protesté, en la distancia, sin personalizar, con una frase inócua, una decisión y me sacó la tarjeta amarilla. A mi me pareció una decisión acertada, porque lo hizo con arrogancia y soberbia pero era su trabajo: sancionar a un jugador. Y se lo dije con una frase que pudo no ser apropiada: muy bien, eso es lo que tienes que hacer, pitar y callar. Como no era apropiada, me sacó otra tarjeta amarilla. Puedo no considerarlo justo, pero es el árbitro y como tal lo respeto, así que sin hacer gesto alguno, ni palabra alguna, abandoné el campo.
Una vez finalizado el partido me acerqué al árbitro en un gesto, que dada su respuesta (¿qué te crees, que te tengo miedo?) debió considerar intimidatorio, le exigí que no me faltara al respeto, que no se lo iba a tolerar, ni a él ni a nadie, que nos íbamos a ver durante toda una liga y que lo único que tenía que hacer era no faltarme al respeto. Su respuesta fue que iba a hacerme un acta que me iba a cagar. Todo esto a gritos y en una actitud barriobajera intolerable.
No tengo la más mínima intención de recurrir la posible sanción, entre otras cosas porque desconozco en qué clase de código deportivo se exige el pago de una fianza para recurrir una decisión deportiva. Y tampoco tengo el más mínimo atisvo de arrepentimiento. Mantengo todo lo que digo y eso implica que no toleraré una sola falta de respeto por parte de este endiosado tipejo del silbato. Mi dignidad está muy por encima de un absurdo resultado.
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